El precio de la victoria

Coronado rey, el señor de Slavamir se hizo forjar su corona. Siete diamantes centelleaban en sus aristas: siete inviernos debía durar la paz. Se desposó con la mujer amada y, sellando su pacto con los señores del oro, liberó de impuestos y tasas a las tierras agrestes que formaban el corazón de su reino. A cambio, consiguió el poder y mantuvo un ejército armado para defender su trono.

Valmir la Antigua resplandeció entre todas las ciudades. Capital del nuevo reino, acogió a mercaderes y señores de lejanas tierras, creció desbordando sus murallas y se esparció, rebosante de riquezas, por la llanura del Ona. En los páramos, los caballos se multiplicaban y trotaban por las praderas, a la sombra de las serranías protectoras.

Pasadas siete primaveras, la discordia larvada estalló. Las ciudades del Este, espoleadas por los jinetes de las estepas, se sacudieron su yugo. El rey acudió con su tropa a contener a los clanes rebeldes. Y, a sus espaldas, estalló la traición. Los señores de Valmir recuperaron su poder y saquearon el palacio regio. La reina huyó hacia el norte.

El rey sojuzgó a los rebeldes. Contuvo las hordas de las estepas, hincó su espuela en las ciudades del Este y regresó, con su ejército triunfante y ávido de gloria, para recuperar la ciudad perdida. Venció a precio de sangre y fuego. Valmir fue castigada y el rey trasladó la capital a la ciudad de su amada.

Dagor floreció y el reino continuó creciendo. Pero la herida del odio nunca se cerró en Valmir. Vetusta y anclada en las glorias de antaño, rumiando su venganza, la antigua capital se encastilló en su llanura y buscó aliados.

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