El soplo del Dragón Helado

Hace más de mil años, el Viejo Continente Verde era nuevo: tierra frondosa y virgen donde brotaron estirpes inquietas. En las tupidas selvas del norte el clima era más temperado y las tribus crecieron y se esparcieron por las tierras del sol de medianoche, siguiendo los cursos de los ríos y las rutas de las manadas de renos. Otras se afincaron junto al mar, al abrigo de fiordos profundos, y desafiaron las olas para extraer sus tesoros.

Más tarde llegó el frío. El soplo del Dragón Helado empujó a los pueblos más audaces en busca de calor y de campos feraces. Cuando los señores del hierro y los señores de los caballos abandonaron sus feudos para conquistar los reinos del Sur, las tribus salvajes y huidizas, las que vivían a la sombra de los bosques, se enseñorearon de las tierras norteñas.

Los señores del fuego

Y hubo quienes meditaron en el poder devastador del fuego y lo utilizaron para enriquecerse. Con las llamas devoraron los bosques, abriendo amplios pastos para inmensos ganados. Las llamas también alimentaron los yunques, donde la roca de hierro fundida se transformaba en armas. Los señores del fuego fueron los primeros amos. Construyeron casas y palacios, cercados y establos. Se apoderaron de la tierra y de las gentes. El precio del amparo y un techo protector fue su servidumbre.

Cuando fueron ricos, los señores rivalizaron entre sí. Al grito de la sangre le sucedió la voz de la cordura. Reunieron al pueblo en asambleas y establecieron leyes y gobiernos para encauzar sus ambiciones y asegurar la lealtad de sus gentes.

La Tierra Poderosa

Los señores del fuego y del ganado también fueron constructores de ciudades. A su vera prosperaron los artesanos y los comerciantes. Los caminos se extendieron como telas de araña, abriéndose paso entre las sierras y los bosques.

Por los caminos corrían, no solo las gentes y el ganado, las riquezas o las mercancías. Volaban también las leyendas, el temor de los dioses y los cánticos de los bardos.

Los pueblos comerciaron unos con otros hasta que un anillo de ciudades descolló con luz propia. Como nudos de red, las ciudades tensaron la malla de la Tierra Poderosa, Slavamir. Y las gentes supieron que más allá de sus aldeas perdidas entre pastos y florestas se extendía un poder mayor, que los cubría y al que también pertenecían. Por las rutas de tierra pisada también se esparció el orgullo.

Los señores del oro

Un día apareció el oro. Nadie recuerda quién lo descubrió primero. Tal vez un pastor abrevando su ganado entre los riscos; quizás un muchacho vagando por una ribera solitaria; tal vez una mujer, lavando ropa en el río. Lo cierto fue que, en la tierra más agreste y apartada, apareció el mineral de los dioses.

Y los señores de aquellos valles se apoderaron de él. Se adueñaron de los valles y convirtieron a los buscadores en mercenarios. Guerrearon entre sí hasta que un solo linaje dominó los arroyos de arenas doradas. Un nuevo poder desafió a las ciudades boyantes: el de los señores del oro.

El rey

Hubo un hombre que concibió un sueño: el de una tierra rica, poderosa y unida, bajo un solo señor. Siete ciudades serían las gemas de su corona, y el terciopelo de los amplios bosques sería su manto. La riqueza fluiría por una red de caminos, como savia de plata tejiendo los hilos de su estandarte. Y desde el primer señor hasta el más humilde labriego, todos beberían de las aguas de la prosperidad.

El hombre que tuvo aquel sueño supo que debía contarlo. Y también supo que debía luchar.

Cuando un capitán se levanta y desenvaina su espada apuntando a los cielos, un coro de voces lo sigue. Gritan de alborozo sus aliados y cierran filas sus enemigos.

Slovan el soñador grande conoció amigos y adversarios. Buscó los aliados más fuertes y se encaminó a las tierras del oro. Pactó con sus señores y armó sus primeras huestes. Una tras otra, las siete ciudades cayeron rendidas a sus pies.

Las gemas de la corona

Valmir la Antigua, la primera ciudad del reino, fue la primera en acatarlo. También había sido su cuna, allí donde conoció el primer amor y alentó sus sueños de muchacho. Los clanes de los páramos, domadores de caballos, nutrieron su tropa.

La siguiente fue Borey la Bella, ciudad de filigrana y madera asomada a orillas del Gran Lago. Con ella, sojuzgó a los pescadores y a las tribus nómadas que poblaban los bosques norteños.

La sucedió Dagor, mercado de ganaderos y leñadores. Allí sufrió el rey su primera y dulce derrota, a manos de una mujer. Él conquistó su ciudad y ella se adueñó de su corazón.

Sarlov la Orgullosa, guardiana de las estepas, cayó más tarde bajo su yugo. Los jinetes de las llanuras, feroces asaltantes de aldeas, se mantuvieron alejados de sus huestes.

Duyelav, la Puerta de Oriente, entregó sus armas al rey. Una dinastía aliada ocupó el poder de la ciudad y las gentes de sus llanos fértiles celebraron la victoria del nuevo señor.

Anclada junto al Sar de aguas veloces, Kasmir abrió sus puertas al conquistador imbatible, ansiosa por ganar oro y no perder una vida.

La última en caer fue Dazil, la Perla del Duin, la más rica de todas las ciudades, dominando el gran río que trazaba una frontera en el sur. Los señores de Dazil fueron reacios a doblegarse y sólo se rindieron tras un largo asedio. El ejército los rodeó por tierra y un puente de barcazas cerró el paso por las aguas. Cuando Slovan dominó el río, se convirtió en el amo de un reino.

El precio de la victoria

Coronado rey, el señor de Slavamir se hizo forjar su corona. Siete diamantes centelleaban en sus aristas: siete inviernos debía durar la paz. Se desposó con la mujer amada y, sellando su pacto con los señores del oro, liberó de impuestos y tasas a las tierras agrestes que formaban el corazón de su reino. A cambio, consiguió el poder y mantuvo un ejército armado para defender su trono.

Valmir la Antigua resplandeció entre todas las ciudades. Capital del nuevo reino, acogió a mercaderes y señores de lejanas tierras, creció desbordando sus murallas y se esparció, rebosante de riquezas, por la llanura del Ona. En los páramos, los caballos se multiplicaban y trotaban por las praderas, a la sombra de las serranías protectoras.

Pasadas siete primaveras, la discordia larvada estalló. Las ciudades del Este, espoleadas por los jinetes de las estepas, se sacudieron su yugo. El rey acudió con su tropa a contener a los clanes rebeldes. Y, a sus espaldas, estalló la traición. Los señores de Valmir recuperaron su poder y saquearon el palacio regio. La reina huyó hacia el norte.

El rey sojuzgó a los rebeldes. Contuvo las hordas de las estepas, hincó su espuela en las ciudades del Este y regresó, con su ejército triunfante y ávido de gloria, para recuperar la ciudad perdida. Venció a precio de sangre y fuego. Valmir fue castigada y el rey trasladó la capital a la ciudad de su amada.

Dagor floreció y el reino continuó creciendo. Pero la herida del odio nunca se cerró en Valmir. Vetusta y anclada en las glorias de antaño, rumiando su venganza, la antigua capital se encastilló en su llanura y buscó aliados.

Los clanes rebeldes

Hombres y mujeres bravos, hijos de los bosques y hermanos de las fieras, los pueblos varik resistían mal los yugos. Cuando los señores de Valmir pidieron su apoyo, respondieron de inmediato.

Las guerras varik duraron doce inviernos. Amparados en sus espesas selvas, conocedores de las fragosidades del monte, las hordas varik y el ejército del rey se acosaron y se mantuvieron en jaque durante lunas interminables. Valmir nunca mostró su rostro. Pero, a espaldas del rey, tendió la mano a los rebeldes. Solo los clanes de los páramos, domadores de caballos, se mantuvieron fieles a su señor.

La paz se firmó cuando los prohombres de Valmir se cansaron de perder su oro en una guerra sin salida. Desalentados, los señores varik claudicaron y depusieron las armas.

La señora de Dagor

Katrin era su nombre, y la llamaban la Diosa. En ausencia de su esposo, fue señora de su ciudad y del reino. Juez implacable y férrea gobernadora, sus hijos vieron en ella, antes que una madre, a una reina.

Tan sólo un hombre conoció el fuego y la ternura de la dama que acaudilló su ciudad con mano de hierro. Alma apasionada, apoyó a su esposo en la tarea más silenciosa e ingente de su reinado: la administración de las tierras, la defensa de la ley y el establecimiento de alianzas duraderas con las ciudades.

Fue la reina quien administró el oro, abrió nuevas rutas, construyó mercados y levantó murallas. Su esposo sostuvo el reino con la espada; ella lo hizo crecer con el báculo y la azada.

A la muerte de Slovan, Katrin aupó a sus dos únicos hijos. Uno fue el rey sucesor; el otro fue su defensor.

Los dos hermanos

Vladi, el mayor, se ciñó la corona de siete gemas y subió al trono de Slavamir. Voidan, nombrado señor de Valmir, contuvo a los enemigos del trono.

El rey fue un hombre de guerra; su hermano, un conciliador. Aquel empuñó la espada; éste la palabra. Ambos combatieron la discordia que cundió por las ciudades del reino.

La paz fue breve en tiempos de Vladi. El oro se resistía a abandonar las manos de sus dueños, señores de las comarcas montuosas. Las ciudades se agitaron; los varik despertaron de su letargo sumiso y en Valmir brotaron las intrigas. Slovan levantó un imperio, su descendiente tuvo que defenderlo. Y la guerra asoló de nuevo las tierras de Slavamir.

En el palacio de Dagor, una niña huérfana de ojos negros se acostumbró a despedir a su padre y a vivir recordando. En la mansión real de Valmir, un muchacho audaz de mirada oscura crecía a la sombra del rey, alimentando sueños y ambiciones.